miércoles, 20 de mayo de 2015

A VUELTAS CON EL VALOR DEL FRACASO




A VUELTAS CON EL VALOR DEL FRACASO
Eugenio Mateo

Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin embargo no tienen el mismo valor




El  querido director de esta revista, sabedor de mi exitosa trayectoria en la vida,  ha querido ponerme a prueba pidiéndome un artículo sobre el fracaso, quizá con una procelosa tendencia a hacerme caer en la trampa de hablar de algo de lo que no entiendo, con ocultos motivos difíciles de explicar que buscarían, sin más, dejarme en evidencia.


Cuando no se conoce de un asunto, la revolución tecnológica ha creado la mejor herramienta de ayuda en la omnipresente Red y como no suelo arrugarme ante los retos, le tomé la palabra y supuse que encontraría suficientes argumentos en la gran enciclopedia virtual como para salir del paso con la mayor dignidad posible, esto es, en mi línea habitual. Craso error. Lo primero que me he dado cuenta es de la inmensa literatura al respecto de ese efecto del fracaso, al parecer nefasto, por lo leído, pero impreciso en los motivos, por lo no leído.  Lo segundo, la desquiciante variedad de posturas ante el mismo, siguiendo con la inmensa galería de frases célebres de personajes no menos célebres sobre el tema y por último, la machacona insistencia de manipularlo en función del lado desde el que se escribe sobre sus características o efectos.


De momento, este sibilino encargo ha conseguido amargarme la vida porque ahora me ha entrado de repente un miedo atroz al fracaso y posiblemente, cruzado este Rubicón, mi templanza ya no será la misma. El miedo provendrá del sentimiento de impotencia, de sentir que el fracaso me superará, haga lo que haga, y esto da dolor, el máximo generador de miedo. Por tanto lo que más me preocupa de fracasar es en cómo me afectaran sus consecuencias. Abierta la puerta, se cuelan, revueltas, limitaciones con carencias, y ahora me percato de  lo bien que vivía en la ignorancia.


Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin embargo no tienen el mismo valor. La Modernidad que trajo la Ilustración en el XVII defendía que los medios estaban por encima de los fines. Valores como la Justicia, la Razón y la Ciencia fueron paradigmas de un proceder metódico y transparente en un pensamiento democrático y no viciado que tenían al hombre como protagonista. La posmodernidad, el presente, ha subvertido aquellos elevados principios y pregona sin rubor que el fin justifica los medios, convirtiendo al individuo en actor de una carrera desenfrenada, de  una competición permanente, incluso consigo mismo. A partir de aquí, éxito o fracaso condicionan al sujeto de tal manera que los fracasados son los neo apestados y los exitosos, los neo dioses del Olimpo. Todo vale, pues, para estar en el bando divino, naturalmente y, ¡ay! del que fracase, porque su estigma será maldito. Parece que ha desaparecido la fe en los medios, en los métodos. La cuestión es resistir. Resistir a toda costa, cueste lo que cueste y miéntase lo que se mienta.


Dado que el ganador es el único valorado y recordado, el fin se ha convertido en bien supremo y los medios algo que podemos manejar a nuestra conveniencia; todo por vencer bajo el lema ramplón de “el último paga”. Si aceptamos que una persona es mucho más que sus conductas y sus decisiones, estas no pueden darnos su valor como ser humano porque tanto el éxito como el fracaso son sólo resultados circunstanciales. La tendencia suicida del éxito permanente podrá destruir nuestra civilización porque anteponer los fines a los medios es una perversión que desgraciadamente respiramos como algo habitual. Habrán notado la ironía del inicio de esta reflexión y les pido perdón por ella ¡Qué más quisiera yo que ser ciudadano de una Arcadia feliz! Toca presenciar la indecencia de las proclamas que rigen las reglas de conducta y tratar por todos los medios de ser víctima en la menor cuantía posible, postura que es en sí misma la esencia del fracaso. ¿Qué me queda?  ¿Renuncia?  ¿Agorismo? ¿Huida hacia adelante?


Aquí tenemos un fracaso exógeno del que no se podría culparnos, aunque sí en parte; somos cómplices necesarios y convendrán conmigo que nuestras actitudes no siempre son las exigibles. Si recordáramos los fracasos reseñables, encontraríamos que hubo intrépidos que se enfrentaron a las circunstancias con determinación y deberían ser tenidos como vencedores, haciendo bueno el dicho: Hay derrotas triunfales a las que envidian algunas victorias. ¿Le importa a alguien recordar a los perdedores? Creo que  a la mayoría,  no. Sin embargo el fracaso se ha convertido en negocio para aquella legión de motivadores personales, expertos en superación de castas, perfeccionadores del espíritu y chamanes de club de marketing que se han lanzado al ruedo para cantarnos al oído que hasta de las desgracias se pueden sacar ventajas. Hablaba de cuantas frases se han pronunciado y se le atribuye a Churchill aquella de que el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso, pero no he podido encontrar ninguna de algún fracasado declarado, esto es, de los que no han superado el fracaso como desgracia definitiva, de los que no levantaron cabeza a pesar de no haber perdido nunca la esperanza. Los  protagonistas de su propia derrota  no llevan brazalete en la manga, no importan, cuentan menos cada vez y esta peligrosa tendencia se ha convertido en un algo habitual con lo que convivir.


Al grito de todo vale se está desarbolando el entramado social, nuestro modo de vivir.  El fracaso colectivo flota sobre nosotros como una nube tóxica. Estamos tan ocupados en medrar, en sacar partido de todo lo posible, de ser adulados y reconocidos en el bar de la esquina, en ser considerados vencedores, que nos olvidamos del efecto endógeno del fracaso, ese que nos humaniza  y  ayuda a reconocer los límites. Hablar del fracaso de la sociedad actual  no es un estereotipo, es una desgraciada constatación de la situación. Fracaso sin paliativos es que la verdad haya dejado de tener sentido, o la justicia, o el ideal, o la decencia, o la moral, o la ética. Hace crujir los dientes escuchar los mismos slogans a unos tipos que se ríen de nosotros a la cara mientras cuentan las excelencias de sus actos. Indigna ver cómo van cayendo los tótem que hacían de faro en las mazmorras de la progresía. Asusta la indefensión ante la injusticia que se retroalimenta con unas víctimas que no cuentan con contactos. Horrorizan las decisiones que condenan a la pobreza a millones de personas para hacer indecentemente ricos a unos pocos. Angustia el equilibrio de un sistema que sólo vela por sus elegidos y desprecia a los dirigidos. Sobrecoge la indiferencia  de  los nuevos triunfadores ante la miseria de los perdedores. Atonta los sentidos tanto sinsentido que se autoproclama faro de occidente. Sorprende la rapidez con que  toma la pasta y huye todo hijo de vecino con posibilidad de paraísos fiscales.


Da igual, entiéndalo, da igual que el fracaso sea una opción. Dan igual las razones de no ganar. La falta de confianza, de constancia, de preparación, de planificación, de experiencia, de comunicación, de disciplina, de voluntad, de creatividad, el conformismo, la improvisación, los errores de actuación, la escasez de recursos. Dan igual los factores que llevan al fracaso. Da igual ser guapo o feo, listo o tonto, honrado o chanchullero. Lo que importa es no moverse para salir en la foto, todo lo demás vendrá por añadidura. Nuestros fracasos domésticos nos domestican, el fracaso social nos aleja de la Razón.


Le voy a dejar a Samuel Beckett el honor del epílogo, él, tan huraño, que supo reírse como nadie de sí mismo, sin importarle un bledo el fracasar o triunfar.

Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.


Amén.




-Publicado en Crisis, Revista de Crítica Cultural. Nº 7

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