martes, 31 de marzo de 2015

LA CENTRAL DE ALIAGA. REGRESO AL PASADO


 En mitad de una naturaleza rala y deforestada se yergue como un bastión derrotado un imponente edificio del que asoman dos chimeneas, que cansadas de su antiguo respirar ponzoñoso, dormitan al sol, jubiladas de un progreso que ha sido superado. Dicen que pululan por ellas  sombras que traen huecos los pulmones. En el olvido absoluto, murió de hambre de lignitos, como la fiera que engulle el profundo suelo mineral sin verse saciada y una esforzada tropa  de mineros tuvo que emigrar a otras cuencas carboníferas. Su fin tuvo como causa las leyes de mercado aunque su hormigón no entiende de economía y ahora un esqueleto de paquidermo vencido ni siquiera es capaz de atraer a los buitres, que seguro avizoran la carroña de chatarra con empacho.
Cuando se inauguró (imagino los discursos de los jerarcas y la esperanza en las gentes) fue la central eléctrica mas moderna y potente en aquella época, recién llegados los 50. Cuando se cerró, sólo el llanto y crujir de dientes acompañó al luto. De 2000 habitantes quedaron 300. Este suelo, que guarda todas las edades de la tierra, dejó de oír la vibración de los pasos de la gente y el trepidar de las calderas, en cuyo infierno la misma raíz de los tiempos hervía en nubes de hollín que calaba dentro del aliento. 
En los cristales que aún resisten a las lluvias escasas, se refleja un imposible sol azul. En la sombra, una serpiente repta tras la presa, los carrizos a la orilla del embalse parecen fundirse en cuerpos de llamas. En rededor, piedra, piedra desde el Génesis, desnuda, rotunda, descarnada, con el alma encogida en la negrura de sus vetas. Tierras de carbón y grisú, maná envenenado que cayó en los amaneceres como una rosada de traidora supervivencia.
Su silueta recorta una sierra lamida por el fuego que asoló el término de Aliaga cuando un rayo se asoció con el subsuelo. El mismo progreso al que rindió su producción herrumbró al gigante del que cuelgan, como juguetes rotos, las farolas. El hueco rellena de vacío la gran estructura y el tejado, por el que se cuelan las inclemencias, se antoja como un cielo sin estrellas. Corredores que son ahora pasadizos escoltan al curioso con vigas poderosas que se ríen del tiempo. Las bóvedas de lo proceloso soportan el temor a lo desconocido y el conjunto de hormigón y hierro, de ruina y decadencia, se pregunta en silencio hasta cuándo resistirá al desplome.




                                                                                          














                                                                               





       
               

Fotos: Eugenio Mateo

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