sábado, 13 de marzo de 2010

RATONES












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Es posible que en esa tarde todo fuera como siempre; la luz indecisa del atardecer parecía la de siempre; el silencio espeso igual que cada tarde; ellos mismos eran ellos mismos; la tertulia diaria antes de volver al rebrigo del nido se celebraba sobre la mesa de siempre, junto a donde los hombres encendían fuego, y los tres hermanos relajaban sus bigotes esperando la llamada de la madre; la sombra de los milanos,volando sobre ellos cual amenaza inmediata, era la sombra de cada día y nada venía a confirmar cambios u otras situaciones, así que todo era, simplemente, igual que siempre. Bueno, lo único diferente es que llovía y tenían empapados los lomos, aunque tampoco este fenómeno climatológico era especial ya que últimamente se había convertido en habitual.

Alli estaban pues, charlando de sus cosas, los tres ratoncillos de monte. Hermanos de la misma camada, Zips, Suq y Gofri, eran traviesillos como no podía ser de otra manera y vivían felices en un lugar abrigado y escondido debajo del tejado de aquella casa, en la que algunas veces los sonidos y luces que sus esporádicos habitantes producían de tarde en tarde, les impulsaba a asomarse, cosa que mamá Yvy impedía con energía ya que es sabido que las dos especies nunca se han llevado bien y en estos casos los roedores llevan las de perder.

Circulaban historias que los más viejos les contaban a los jóvenes en las que a pesar de que la fuerza y la inteligencia de los humanos era muy peligrosa, al final los ratones de campo y las ratas de ciudad pervivirían sobre aquellos aun cuando el mundo casi fuera destruido en su totalidad. La capacidad de adaptación de su especie era superior a la del hombre pero no había que descuidarse ya que disponían de medios de destrucción que producía temor en cualquier cerebro ratonil que se preciase y lo mejor era no mezclarse y dejarles creerse protagonistas, reservándose ellos la ventaja de alimentarse a costa del hombre y vivir realquilados en sus casas. Famosa fué la hazaña de cuando dieron cuenta de toda una cosecha de almendras por el procedimiento de agujerear una a una cada cáscara sin que el montón mermase.

A los jovencitos estas historias les llenaban de fascinación y a la vez de curiosidad, resignándose sin embargo, a instancias de la ratona madre, a no dejarse ver en lo posible ante esos animales grotescos y gigantescos carentes de rabo y que se movían erguidos pero que se agarrotaban inmóviles cuando se producía un encuentro, como la táctica de las culebras cuando querían comérselos a ellos, a los roedores, y emitían unos sonidos chirriantes que les erizaba el pelo, por lo que al final no acaban de entender quién tenía miedo de quién.

Zips, que era el más listo, les contó que últimamente podía oler un extraordinario aroma proveniente de justo debajo de su nido, que le volvía loco. Claramente era queso, pues también ellos lo llamaban así, además de ser la comida que más les gustaba, con el inconveniente de encontrarlo solamente en lugares donde vive el hombre.

Por una rendija- decía- pude ver un pedazo pequeño de comida que olía a gloria y no aguanté más; aprovechando que mamá no me vio, me acerqué sin que nada ni nadie me lo impidiera y mi hocico temblaba de emoción cuando el queso casi rozó mis bigotes. Lo que me parece raro es que no me acuerdo de su sabor; de lo que sí me acuerdo es de un ruido impresionante que de repente me dejó sordo. Tampoco me acuerdo de nada más porque parece como si de ese momento hubiese pasado directamente a este de estar aquí hablando con vosotros.

Gofri dijo casi exactamente lo mismo, al igual que Suq. Los tres confirmaron que no recordaban haberse comido el queso que cada uno había descubierto en sus correrías y también tenían la extraña sensación de haber olvidado como llegaron hasta la mesa.

Se miraban entre ellos a sus ojillos como buscando respuestas. Cayeron pronto en la cuenta de que no se movían. Bien es verdad que aunque conversaran, se movían habitualmente con la rapidez endiablada que tienen los ratones y en esta ocasión no se les agitaba ni la punta de la cola. También se dieron por enterados, al mirarse con atención, que sus cuellos estaban sorprendentemente hundidos, como si los lomos hubiesen sufrido una presión que los aplastase.

Se dieron cuenta, ya muy tarde, que cerca de ellos, sobre el tocón de madera donde los hombres cortaban la madera, estaba su primo Gus, un poco más mayor que ellos y más fuerte. Lo raro es que no les hubiera saludado pero estaba inmóvil; tan sospechosamente inmóvil como ellos aunque un detalle les hizo comprender finalmente la cruda realidad.

Tenía Gus la cabeza sujeta en un extraño objeto, aprisionada más bien, con la columna dislocada y los ojos abiertos de par en par. No les podía decir nada porque tenía la boca atrapada por aquel chisme maléfico que daba toda la pinta de ser un invento del hombre para eliminarlos uno a uno.

Estaba muerto; tieso sin remedio igual que lo estaban ellos tres. Muertos con el cuello roto. Atrapados en los cepos con trampa añadida.

Sus espíritus holgaban en las últimas luces de la tarde y sus cuerpos acabarían de comida de las picarazas. Lo peor es que no podrían avisar a sus congeneres de que no prueben el queso porque el queso mata y a ellos les había pasado eso mismo sin darse cuenta. Aún les quedaban más ganas de llorar cuando les sorprendió la noche.



Ratones. - de Eugenio Mateo. marzo 2010
fotos de E. Mateo










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